Camino a la Beatificación

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16 abril 2014

El sacerdote está llamado a “ungir a los creyentes con el óleo de la alegría, la paz y el amor”

En la Misa Crismal, el Obispo exhortó a los presbíteros a que “redoblen los esfuerzos por dedicarse más de lleno a cuidar, guiar y sanar a nuestros niños y adolescentes, presente y futuro de nuestra sociedad civil y religiosa”.


Durante la noche del martes 15 de abril, la Iglesia de Catamarca vivió la Misa Crismal, en el transcurso de la cual se realizó la ceremonia de bendición del Santo Crisma y los óleos para la administración de los sacramentos. También se concretó la renovación de las promesas sacerdotales. La Sagrada Eucaristía fue presidida por el Obispo Diocesano, Mons. Luis Urbanc, y concelebrada por todos los sacerdotes y diáconos de la diócesis local, en el altar mayor de la Catedral Basílica de Nuestra Señora del Valle.
Durante su homilía, Mons. Urbanc se dirigió especialmente a sus los sacerdotes, indicando que “nuevamente nos ha congregado el Señor para renovar nuestros corazones sacerdotales al calor de su infinito amor, del que nos ha constituido en primeros destinatarios y testigos en
medio de los hombres que Él rescató con su Pasión, Muerte y Resurrección”.
 “En este día de la bendición de los óleos, cada uno de nosotros recordará agradecido que somos los ungidos por excelencia para ungir a los creyentes con el óleo de la alegría, la paz y el amor”, dijo.
También recordó las palabras del Santo Cura de Ars: “El sacerdote es un don del Corazón de Cristo” y remarcó que es “un don para la Iglesia y para el mundo. Del corazón del Hijo de Dios, rebosante de caridad, brotan todos los bienes de la Iglesia, y en modo particular tiene su origen la vocación de aquellos hombres que, conquistados por el Señor Jesús, dejan todo para dedicarse enteramente al servicio del pueblo cristiano, bajo el ejemplo del Buen Pastor. El sacerdote es ese creyente que está plasmado por la misma caridad de Cristo, que lo llevó a dar la vida por sus amigos y perdonar a sus enemigos”.



Redoblar los esfuerzos por cuidar a los más pequeños

Asimismo, los animó de un modo particular a que “redoblen los esfuerzos por dedicarse más de lleno a cuidar, guiar y sanar a nuestros niños y adolescentes, presente y futuro de nuestra sociedad civil y religiosa, en este año dedicado a ellos en el marco de la Misión Diocesana Permanente. Son muchas las acciones que se han llevado y se llevan a cabo, pero sigamos animando a todos los ancianos, adultos y jóvenes a entregar lo mejor de nosotros mismos con generosidad y creatividad, a fin de que nuestros niños y adolescentes experimenten la presencia amorosa de Dios Padre en sus vidas, y comprendan la razón de ser de su existencia y peregrinar por este mundo. Ellos necesitan recibir mucho y genuino amor de parte de nosotros, para que en un mañana no muy lejano puedan dar amor a sus contemporáneos y, sobre todo, a las nuevas generaciones de las que serán artífices y responsables”.
En consonancia con su mensaje de Domingo de Ramos, el Obispo llamó nuevamente a que “nos ocupemos de corazón a atender a tantas jóvenes embarazadas para que comprendan lo que está sucediendo en ellas y se aferren más a Dios para poder gestar responsable y
amorosamente la vida que se les ha confiado. No olvidemos que toda obra termina como se la ha comenzado. Y la obra de las obras es la crianza y educación de un nuevo ser humano”.

Renovación de las promesas sacerdotales

Continuando con la celebración eucarística, los presbíteros renovaron sus promesas sacerdotales, respondiendo a una sola voz: “Si queremos”, a los pies de la Madre del Valle y ante la gran cantidad de fieles que colmó el templo catedralicio para participar de esta celebración, que es signo de la unión estrecha de los presbíteros con su Obispo.

Luego, los sacerdotes llevaron en procesión los óleos hasta el altar donde el Obispo los bendijo y seguidamente se preparó el Santo Crisma, que fue consagrado en compañía de todo el presbiterio. 
La palabra crisma significa unción y representa al Espíritu Santo. Así se llama al aceite y bálsamo mezclados que el Obispo consagró en esta misa. Con esos óleos serán ungidos los nuevos bautizados y se signará a quienes reciben el sacramento de la Confirmación. También son ungidos los obispos y los sacerdotes en el día de su ordenación.
En esta misa de gran importancia en la Semana Santa, Mons. Luis Urbanc puso en manos de la Madre del Valle a sus hermanos sacerdotes, pidiéndole: “Cubre con tu manto de pureza a nuestros sacerdotes, protégelos, guíalos y mantenlos unidos a tu corazón”.

Antes de impartir la bendición final, el Obispo hizo entrega de los óleos bendecidos a cada uno de los párrocos de las 28 parroquias y de la cuasi-parroquia, creada este año, pertenecientes a la Diócesis de Catamarca.    


TEXTO COMPLETO DE LA HOMILIA 
Queridos hermanos Sacerdotes:
                                                                                  Nuevamente nos ha congregado el Señor para renovar nuestros corazones sacerdotales al calor de su infinito amor, del que nos ha constituido en primeros destinatarios y testigos en medio de los hombres que Él rescató con su Pasión, Muerte y Resurrección.
                En este día de la bendición de los óleos, cada uno de nosotros recordará agradecido que somos los ungidos por excelencia para ungir a los creyentes con el óleo de la alegría, la paz y el amor.
                Así nos los recuerda la Palabra de Dios que acabamos de escuchar: “El espíritu del Señor está sobre mí, porque el Señor me ha ungido” para “llevar la buena noticia a los pobres, para vendar los corazones heridos, para proclamar la liberación a los cautivos y la libertad a los prisioneros, para proclamar un año de gracia del Señor, para consolar a todos los que están de duelo, para cambiar su ceniza por una corona, su ropa de luto por el óleo de la alegría, y su abatimiento por un canto de alabanza” (Is 61,1-3; Lc 4,18-19).
                Pensemos que si Dios, a través del profeta Isaías, llama a todos los que le son fieles «Sacerdotes del Señor», «Ministros de nuestro Dios» (Is 61,6), cuánto más esta designación nos involucra a nosotros que hemos sido llamados desde toda la eternidad a reproducir la imagen del Sumo y Eterno Sacerdote, Jesucristo, el Señor.
                Y este Dios que “ama el derecho y detesta lo que se arrebata injustamente” (Is 61,8), si le “somos enteramente fieles, nos retribuirá con una alianza y una alegría eternas, y todos reconocerán que somos la estirpe bendecida por el Señor” (cf. Is 61, 7-9).
                El libro del Apocalipsis es contundente al afirmar que “Jesucristo, el Testigo fiel, el Primero que resucitó de entre los muertos, el Rey de los reyes de la tierra, nos amó y nos purificó de nuestros pecados, por medio de su sangre, e hizo de nosotros un Reino sacerdotal para Dios, su Padre” (Ap 1,5-6).
Por tanto, al igual que en el texto de Lucas, que acabamos de escuchar, podemos concluir que «Hoy se cumplen, en esta fraternidad presbiteral, en el que toda esta asamblea tiene fijos sus ojos, estos pasajes de la Escritura» (cf. Lc 4,20-21).

                Queridos hermanos, “el sacerdote es un don del Corazón de Cristo”, como decía el santo cura de Ars: un don para la Iglesia y para el mundo. Del corazón del Hijo de Dios, rebosante de caridad, brotan todos los bienes de la Iglesia, y en modo particular tiene su origen la vocación de aquellos hombres que, conquistados por el Señor Jesús, dejan todo para dedicarse enteramente al servicio del pueblo cristiano, bajo el ejemplo del Buen Pastor. El sacerdote es ese creyente que está plasmado por la misma caridad de Cristo, que lo llevó a dar la vida por sus amigos y perdonar a sus enemigos.
                En efecto, queridos hermanos sacerdotes, nosotros somos los primeros obreros de la civilización del amor, como lo han hecho y lo siguen haciendo innumerables hermanos nuestros a lo largo y ancho de nuestro mundo.
Hemos hecho experiencia de que «permanecer en su amor» (cf. Jn 15,9) nos impulsa con fuerza hacia la santidad. Una santidad que no consiste en llevar a cabo acciones extraordinarias, sino en permitir que Cristo actúe en nosotros y hacer nuestras sus actitudes, sus pensamientos, sus comportamientos. El valor de la santidad radica en la configuración que vamos alcanzando con Cristo, en virtud de la acción del Espíritu Santo, que es quien modela toda nuestra vida.
Los presbíteros hemos sido consagrados y enviados para hacer actual la misión salvífica del Hijo Divino encarnado. Nuestra función es indispensable para la Iglesia y para el mundo y requiere nuestra plena fidelidad a Cristo y nuestra incesante unión con Él. Así, sirviendo humildemente, somos guías que llevan a la santidad a los fieles encomendados a nuestro ministerio. De ese modo, se reproduce en nuestra vida el deseo que expresó Jesús en su oración sacerdotal, después de instituir la Eucaristía: “Te ruego por ellos; no ruego por el mundo, sino por éstos que Tú me diste, porque son tuyos… No ruego que los retires del mundo, sino que los guardes del Maligno… Santifícalos en la verdad… Y por ellos yo me santifico a mí mismo, para que también ellos sean santificados en la verdad” (cf. Jn 17, 9.15.17.19).
Jesús nos invita a convencernos que somos hijos y amigos de Dios: «Los llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre se los he dado a conocer. No son ustedes los que me han elegido, soy yo quien los ha elegido y los ha destinado para que vayan y den fruto y su fruto permanezca. De modo que todo lo que pidan al Padre en mi nombre, se los conceda» (Jn 15, 15-16).
La Eucaristía es el Sacramento que edifica la imagen del Hijo de Dios en nosotros, mientras que la Reconciliación es lo que nos hace experimentar la fuerza de la misericordia divina, que libera el alma de los pecados y le hace saborear la belleza de volver a Dios, verdadero Padre enamorado de cada uno de sus hijos. Por esto, cada uno de nosotros debe estar convencido de que sólo comportándonos como hijos de Dios, sin desalentarnos por nuestras caídas, por nuestros pecados, sintiéndonos y sabiéndonos amados por Él, nuestra vida será nueva, animada por la serenidad y la alegría. ¡Dios es nuestra fuerza! ¡Dios es nuestra esperanza! ¡Dios es nuestro Todo!
Sí, amados hermanos sacerdotes, tenemos que ser en el mundo la realidad visible y atrayente de esta presencia misericordiosa: «Jesús no tiene casa porque su casa es la gente; nuestra misión es abrir a todos las puertas de Dios, ser la presencia de amor de Dios» (PAPA FRANCISCO, Audiencia general, 27-3-2013). No nos está permitido enterrar este maravilloso don sobrenatural, ni distribuirlo sin tener los mismos sentimientos de Aquél que amó a los pecadores hasta la muerte en Cruz. En este sacramento el Padre nos ofrece una ocasión única para ser, no sólo espiritualmente, sino nosotros mismos, con nuestra humanidad, la mano suave que, como el Buen Samaritano, vierte el aceite que alivia las llagas del alma (cf. Lc 10,34).

De un modo particular, los vuelvo a animar a que redoblen los esfuerzos por dedicarse más de lleno a cuidar, guiar y sanar a nuestros niños y adolescentes, presente y futuro de nuestra sociedad civil y religiosa, en este año dedicado a ellos en el marco de la ‘Misión Diocesana Permanente’. Son muchas las acciones que se han llevando y se llevan a cabo, pero sigamos animando a todos los ancianos, adultos y jóvenes a entregar lo mejor de nosotros mismos con generosidad y creatividad, a fin de que nuestros niños y adolescentes experimenten la presencia amorosa de Dios Padre en sus vidas y comprendan la razón de ser de su existencia y peregrinar por este mundo. Ellos necesitan recibir mucho y genuino amor de parte de nosotros, para que en un mañana no muy lejano puedan dar amor a sus contemporáneos y, sobre todo, a las nuevas generaciones de las que serán artífices y responsables. Ocupémonos de corazón a atender a tantas jóvenes embarazadas para que comprendan lo que está sucediendo en ellas y se aferren más a Dios para poder gestar responsable y amorosamente la vida que se les ha confiado. No olvidemos que toda obra termina como se la ha comenzado. Y la obra de las obras es la crianza y educación de un nuevo ser humano.

Y ahora me dirijo a Ti, Madre del Valle: “Cubre con tu manto de pureza a nuestros sacerdotes, protégelos, guíalos y mantenlos unidos a tu corazón. Sigue siendo Madre tierna para todos ellos, especialmente en momentos de desánimo y soledad. Haz que se mantengan siempre junto a Jesús. Que su corazón sea puro, que sus mentes estén llenas de la sabiduría y gloria de tu amado Hijo y que sus labios siempre pronuncien su Palabra. Que al experimentar tu amor se llenen de alegría, especialmente nuestros sacerdotes ancianos y enfermos. Recuerda que han dedicado su vida, sus ilusiones y sus fuerzas al servicio de Dios y de la Iglesia. Bendícelos y guárdalos en una parte especial de tu corazón de Madre... Danos a todos tus sacerdotes la paz de tu corazón, la belleza y pureza de tu inmaculado corazón… ¡Consíguenos muchas y santas vocaciones sacerdotales, religiosas y misioneras!   ¡Madre! Que seamos humildes como tú, dóciles como san José y fieles al Padre como Jesús.  Amén